El autobús de la Hispanidad
El vuelo de Madrid a Asunción toma 11 horas y da ocasión para hablar de muchas cosas con el vecino de asiento. El mío se llamaba Timoteo, era arquitecto, paraguayo, residente a tiempo parcial en Galicia y asesor durante muchos años del gobierno de uno de los 18 departamentos en los que está dividido su país, equivalente, mutatis mutandis en número y atribuciones a nuestras autonomías. Cuando faltaban un par de horas para tomar tierra, mi vecino compartió conmigo su visión de sus compatriotas. Los paraguayos, decía, son gente de espíritu naturalmente alegre y solidario, de manera que si en un autobús entran 50 pero otros 30 necesitan subirse para llegar a cualquier lado, los 50 primeros les hacen sitio. Y si por los azares del destino, el colectivo cayera por un barranco en Ita Punta, pongamos, dejando vivos a sólo cinco de los viajeros, los cinco supervivientes tratarían el asunto con humor negro —si se puede decir— una vez cumplido el duelo. Puede que mi interlocutor exagerara sobre la socarronería y cordialidad de sus paisanos, pero por lo comprobado en la tierra, sí parece que aquí se conservan cosas que en Europa perdemos sin darnos cuenta, e igual algunas son esas cosas de la generosidad y de reírnos de todo. Y otra son los colores.
Hace unos días, Jack Poso compartía en X dos fotos del mismo parking de los años 60 y 2025, los colores de los coches habían desaparecido. Visto a cierta distancia, los coches actuales tenían el barniz moderno de la uniformización. Es posible que se deba a la extensión de la capa de corrección política que censura los chistes, y a la hiperregulación tan del gusto europeo. Efectivamente en Paraguay hay más colores, también hay cables por en medio de la calle, y muchas cosas por hacer, pero hay colores. Se ven más niños que en España, sin embargo la tasa de fecundidad se está europeizando: está ahora en un 1,72 (España en 1,12), pero venía de cifras mas altas.
En Paraguay hay muy buena gente, como en la vecina Argentina, Uruguay o las repúblicas de la cornisa norte de Sudamérica, pero ni aun siendo todos buenos como Gullo, el Polilla Da Silva o la gente estupenda que me he encontrado por aquí caben todos en la península Ibérica. Privilegio frente a los que vienen de la África no colonial, claro, pero algo de orden también. De la misma manera que no todos los primos caben en las casas para Navidad y no por eso dejan de ser primos. Y no sólo es cuestión de espacio: ni aun cabiendo les consentimos a los hijos de los primos que escupan en el cuadro del abuelo y se alegren de haber segregado la parcela que les correspondía por herencia de las adosadas a la finca familiar. O que celebren el día que se fueron de casa del dominio opresor del abuelo y lo quieran hacer en el salón de casa. Tampoco nos gusta que en esa finca segregada o en el terrenito en la playa que compartíamos prefieran la influencia del visitante enredador «anglo-useño» y sus camisetas de los Bulls a la herencia originaria del abuelo y su zamarra del Pucela o del Racing.
Mi hermano pasó unos años en Paraguay cuando los gobiernos de UCD se afanaban más en contener la involución que en detener la sangría autonómica que por entonces empezaba con triste literalidad de aquel año 80. Aquella juventud que dio un paso al frente encontró acogida en Chile, Argentina, Paraguay y Brasil, que yo sepa, pero también hubo otros sitios. Yo me subo a ese autobús de la Hispanidad de colores paraguayos que tiene el aforo justo para no desbarrancar. Y prefiero que mi compañero de viaje sea gente con la que me entienda, que respete el origen común, que prefiera una camiseta aunque sea del Madrid o del Barsa, que no las quiero ni para mi, a una de los Bulls. que le rece a la Virgen de Caacupé o a la Guadalupana. Que agradezca más las maderas de las casas que el abuelo dejó en su parcela que los trozos de leña que se llevaron a la casa familiar. En definitiva, cuando se pasea Por la otra orilla, como decía Foxá, uno se siente más orgulloso aún de ser español y de su legado. Reivindicar ambas cosas, legado y españolidad, es la involución permanente, como dice Pío Moa, frente a las revoluciones francesas o las evoluciones postmodernas «anglo-useñas». Este es nuestro autobús, al que no le guste que se baje en la parada de Bolívar.
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